Cortesías de un vecino

La tarde se marchaba cuando la vi fisgoneando por la ventana. No era la primera vez que la veía hacerlo. Hacía dos semanas, la noche del accidente, la había visto rondando por vez primera. Entonces tenía el rostro aceitunado del color de la luz de la luna llena y los ojos vidriosos de los que aún no se han acostumbrado a la oscuridad. En aquella ocasión también husmeaba hacia el interior de la casa que había sido suya.

Esa vez, al igual que ahora, también se la veía angustiada. Deseaba entender lo ocurrido, pero era demasiado pronto. Las cosas habían sucedido con excesiva velocidad y ella aún creía todo había sido un mal sueño. Las luces, la lluvia, el intenso dolor en el rostro que la hizo desprenderse, luego el silencio. Sintió miedo. Quiso verificar las cosas. También sentía rabia. Había dejado tantas cosas sin hacer, tantas otras sin decir que pensó que a lo mejor, si volvía, podría concluir lo pendiente y marcharse sin remordimientos. En todo caso no era su culpa, dijo.

La ocasión anterior me había pedido que la ayudara, que tocara el timbre, que pidiera que le abrieran la puerta, una ventana, algo por donde pudiera entrar. No importaba que no la vieran, eso era lo de menos, afirmó. Lo que deseaba era que la sintieran. Saber si aún la recordaban. Estaba segura de que sus hijos, la menor al menos, iba a reconocer su aroma. Era imposible olvidar a una madre en tan sólo… y no pudo concluir la frase. Entonces se dio cuenta de que también había perdido la noción del tiempo. Tuve que decirle que no podía ayudarla, que lo sentía mucho, que no me era permitido intervenir en asuntos familiares, ni aún en casos como el suyo. Se puso triste, pero entendió. Que había sido un atrevimiento pedírmelo, dijo.

En esta ocasión nos sentamos sobre el muro que dividía la calle del jardín exterior de la casa, ese que antes de que ella se marchara estaba siempre lleno de flores y por las que ahora, al mirarlas resecas, suspiró con tristeza.

¿Quién cuidará ahora de ellas?, preguntó para sí al tiempo que los ojos se le humedecían. Ella misma las había sembrado, las había cuidado de las plagas y de los bichos, y las había regado todas las mañanas antes de irse al trabajo. Eso la había hecho sentir viva, dijo, porque había sido como permitirse dar vida a otros, aunque hubiera sido a través del sencillo acto de salpicar la tierra con agua. No confiaba en los jardineros, afirmó, porque éstos nunca ponían suficiente amor a las flores, ya que por ser hombres, preferían los árboles grandes y de troncos fuertes. Que ella los había visto matar las flores a propósito —echándoles más agua de la debida o dejando de echárselas, envenenándolas con abono o fungicida— como una forma de vengarse de alguna mujer ausente. En cambio, ella había deseado que su jardín estuviera siempre lleno de lilas y agapantos. En esta tierra todo era posible, dijo, con excepción de la temporada de verano que era calurosa en extremo.
De pronto las luces de la cocina se encendieron. La claridad nos sobresaltó. Ella se incorporó con rapidez para observar nuevamente en su interior. Pero los rostros que vio no le parecieron familiares. Comprendió que su gente se había marchado hacía mucho. Pude notar cómo sus ojos se tornaron opacos y lejanos como los de un recién nacido. Supe entonces que finalmente había entendido que ya no pertenecía aquí.
Le dije que lo sentía. Que aunque su tristeza era evidente, sería mejor que no volviera. Que yo no podría ayudarla, pero que buscaría la forma de que sus flores no murieran de sed en el verano. Me contestó afirmando apenas con la cabeza y, mientras yo me alejaba despacio, dijo algo que no alcancé a entender. Noté entonces que su voz, había comenzado a confundirse con la noche.

Autora: Vanessa Núñez Handal

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